Vamos a suponer que el TDAH existiera y que algunos niños tengan, efectivamente, problemas para controlar su actividad y su atención. Vamos a suponer que no son dueños, ni responsables de lo que hacen y que sus educadores -padres y maestros- no puedan hacer gran cosa porque su actividad exagerada y su falta de atención estuviera condicionada por un daño cerebral, por el momento, no objetivado y pudiera ser que no objetivable.
También podemos suponer que el exceso de actividad se deba a un pobre control educativo, a la ineficacia de las medidas parentales o escolares para el control del comportamiento; y la falta de atención pueda atribuirse a la inoportunidad de las órdenes parentales –“niño, vete a la ducha, ven a cenar, ponte a estudiar… cuando el niño está centrado en cualquiera de sus juegos”, a la falta de interés por las materias escolares, por mala comprensión del alumno o deficiente explicación del profesor.
Una y otra suposición están muy lejos de tener el apoyo empírico necesario para convertirse en certezas. Lo que sí parece cierto es que el comportamiento inquieto de algunos niños pone en aprietos a sus padres y no se ajusta o interfiere el buen funcionamiento escolar. También que la falta de atención en lo que el adulto considera que debe atender en un momento dado provoca conflictos en algunas familias y disminuye el rendimiento escolar de algunos niños.
¿Qué hacer? ¿Seguimos debatiendo? ¿Seguimos buscando apoyo empírico -pruebas- para sustentar nuestras creencias? ¿Y mientras tanto…? Mientras tanto los que piensan que se trata de un problema neurobiológico proponen tratamientos farmacológicos, los que piensan que es un problema educativo proponen a padres y maestros medidas correctoras. También los hay que prefieren hacer un poco de todo con la esperanza de que algo termine funcionando.
Os animamos a un debate para proponer soluciones eficaces que ayuden a disminuir el sufrimiento y preocupación de niños, familias y docentes.