Cuando la vida te da limones… o el arte de vivir

Helena tenía 46 años cuando el autobús en el que viajaba tuvo un accidente y quedó hemipléjica. Era soltera, tenía una madre bastante mayor, que no podía ocuparse de ella y un hermano, arquitecto, casado y con dos hijos, que vivía en una ciudad a más de 500 kilómetros de la residencia de religiosas donde fue ingresada a su salida del hospital. Ni su madre, ni su hermano podían o querían, ocuparse y ella tampoco estaba dispuesta a depender de ninguno de los dos.

Helena era maestra en Educación Infantil y tuvo que dejar su profesión como consecuencia del accidente. Era una profesional amante de su trabajo, entregada y buena trabajadora. La incapacidad laboral fue un duro revés añadido a la falta de movilidad, la dependencia, la pérdida de autonomía y la renuncia a los viajes, que era en lo que invertía su tiempo libre.

Conocí a Helena al principio de mi carrera. Yo era profesor ayudante en una Facultad de Psicología y trabajaba como psicoterapeuta en un gabinete privado. Una tarde al terminar una práctica, una alumna me habló de Helena y me dijo si podría atenderla en psicoterapia. Ella no podría desplazarse a mi consulta por falta de movilidad y tampoco podría pagarme, ya que la pensión de incapacidad la entregaba, casi íntegramente, en la residencia. Acepté el encargo, tal vez por altruismo o tal vez por egoísmo. Mi experiencia era corta y cualquier oportunidad de trabajar era un valioso aprendizaje. Recorrí en mi coche el trayecto de diez kilómetros que había hasta la residencia en la que vivía Helena, que estaba situada a las afueras de la ciudad. Me encontré con una mujer un tanto huraña y desconfiada que se movía en una silla de ruedas. Me presenté, me hizo pasar a su habitación y me dijo que no podría pagarme ni siquiera el desplazamiento, pero que me pagaría cuando se resolviera la indemnización que creía recibiría de la compañía de seguros por el accidente. Por mi parte le dije que mis honorarios serían en esta ocasión lo que iba a aprender al tratar con ella. Y así iniciamos un tratamiento psicoterapéutico sin unos objetivos claros. No obstante, acordamos que tendríamos una sesión semanal.

En las primeras entrevistas me contó el accidente y cómo había truncado sus planes. Cómo era su vida antes del accidente, lo ilusionada y dedicada que estaba a sus alumnos, los viajes que solía hacer con sus amigas y alguno de los proyectos a los que ahora había tenido que renunciar y que no veía ninguna posibilidad de recuperar. Me contó cómo era su rutina en la residencia de monjas. Ella era escasamente religiosa, por lo que no participaba en los actos de culto, lo que le valía algún discurso reprobatorio y cierta animadversión y rechazo por parte de las monjas, a lo que Helena respondía en justa reciprocidad. No estaba claro quién rechazaba más a quién, ni quién tomaba la iniciativa -Axioma tercero de la Teoría de la Comunicación Humana (Watzlawick, Beavin y Jackson, 1967)-. No obstante, no tenía más remedio que aceptar sus cuidados, ya que escasamente se valía por sí misma para su higiene personal y otras necesidades primarias. También me explicó que las relaciones con su madre eran distantes desde hacía mucho tiempo y que no estaba dispuesta a aceptar sus cuidados porque no la soportaba, de manera que se veían de tarde en tarde porque, aunque no vivían lejos, ambas tenían graves dificultades para desplazarse a visitar a la otra. Su hermano le había brindado ayuda, tanto económica, como personal, pero Helena era, por un lado, demasiado orgullosa para aceptarla y, por otro, no le parecía demasiado razonable convertirse en una carga para él, que tenía su propia familia, su propia vida y su propio trabajo. Alguna vez recibió su visita, pero la distancia y las ocupaciones laborales hicieron que estas visitas fueran cada vez más esporádicas.

Fue así como aprendí a trabajar con el suicidio. Cada vez que en la consulta alguien plantea su deseo de suicidarse o cada vez que me llega una derivación de alguien que ha hecho un intento de suicidio, mi posición es similar a la que aprendí trabajando con Helena: “De acuerdo, probablemente tengas algunas razones para suicidarte, pero si estás aquí y si quieres que trabaje contigo en esta consulta, necesito tu compromiso de no suicidarte mientras estés en tratamiento. Para mí no tiene ningún sentido trabajar para solucionar lo que planteas, si la solución que tienes prevista es morirte o matarte. Piénsatelo y cuando lo tengas claro iniciamos -o seguimos- el tratamiento para conseguir esto que tú quieres”.

En una ocasión me planteó que estaba desesperada, que no veía ninguna salida, que su vida no merecía la pena y que quería suicidarse. Yo, que no tenía aún ninguna formación en Bioética, ni tampoco conocía la existencia de ninguna asociación para una muerte digna, le dije que me parecía perfecto su planteamiento; que, efectivamente, yo tampoco encontraba ningún motivo razonable para convencerla de que su vida merecía la pena vivirla, pero que yo no estaba viniendo a trabajar con ella para que se suicidara, de manera que si esa era su elección tenía que dejar de contar conmigo como psicoterapeuta. Si, por el contrario, decidía seguir viviendo me comprometía a trabajar con ella durante el tiempo que fuera necesario para encontrar un sentido a su vida que fuera válido para ella. En la próxima entrevista me daría una respuesta.

Helena aceptó el compromiso y definió un objetivo terapéutico. A partir de ese momento las sesiones dieron un giro. Empezamos a hablar de qué podía hacer ella para llevar una vida que la satisficiera. Mi posición como terapeuta fue la de no aceptar actividades para “llenar” el tiempo. Solo valían aquellas cosas que ella quería hacer. En el inicio podrían ser actividades opcionales, voluntarias; pero una vez aceptadas, contraía un compromiso estable consigo misma, de manera que adquirían el carácter obligatorio que tienen la mayor parte de las actividades que hacemos el resto de los mortales. Mi papel era el de un mediador. Ella decidió dedicarse a la pintura. Pintaba y le gustaba pintar. Yo estimulaba esta afición/profesión y ella empezó a ilusionarse con esta actividad. Era muy autocrítica con sus trabajos y, en ocasiones, me costaba que no los destruyera. No sé si era buena pintora, ni sé si me gustaban mucho sus cuadros. Alguno sí. Al principio eran cuadros tristes de paisajes más o menos desolados que, cualquier psicólogo que se precie, interpretaría como el fiel reflejo de su estado de ánimo. Mi trabajo era contribuir a mantener su ilusión y que Helena no dependiera de mi. Tenía que hacerse autónoma. No quería seguir trabajando con ella por tiempo indefinido, cosa que para un psicólogo formándose en Terapia Familiar Breve y convencido de la importancia de la brevedad de las intervenciones, era claudicar de una firme creencia. Así llegamos a acordar que mis honorarios sería regalarme su arte.

Las sesiones se fueron espaciando. Ella se fue haciendo progresivamente más autónoma para su higiene y necesidades personales, de manera que cuando se resolvió el juicio y recibió la indemnización correspondiente pudo adquirir una vivienda en una planta baja adaptada a su movilidad reducida, de un pueblo cercano, donde la seguí visitando con la periodicidad que ella consideraba necesaria y mi agenda me permitía. Se planteó enseñar a pintar a un grupo de discapacitados que acudían a un centro cercano a su casa. Esta actividad no duró mucho. Tenía pocas relaciones con sus vecinos, porque Helena no era persona de carácter fácil, pero echaba de menos tener alguien con quien hablar y que la pudiera sacar a pasear. Me planteó si yo conocería a alguien que pudiera hacer este trabajo con ella a cambio de una pequeña cantidad de dinero. Y fue así como terminó la psicoterapia: las sesiones de psicoterapia fueron sustituidas por otras que tenían un carácter más social, pero no menos terapéutico[1].

Y continuó agarrándose a la vida, echando mano de todo lo que eran sus señas de identidad: una inteligencia aguda, un pensamiento libre, sin prejuicios, y una visión de la realidad nada convencional y discrepante con los de su generación. Disfrutaba de la lectura y de la música que escuchaba en la oscuridad de su salón. Oía la radio, no la televisión por considerarla una “birria”. Se informaba e interesaba por todo lo que acontecía, ya fuesen noticias de carácter social, como religioso y político, que amenizaba con comentarios muy críticos y sarcásticos. Aficionada a la frivolidad de las compras, a pasear y a contemplar con gusto su ciudad, a la que se desplazaba cuando podía; degustaba con deleite una taza de café en su cafetería preferida, mientras observaba el comportamiento humano y se regocijaba de las banalidades de la gente con ácidas críticas. De conversación amena e inteligente, no era persona indiferente, aunque viese las cosas con la distancia de quien no tiene nada que perder y, precisamente por haberlo perdido todo en un momento de su vida,  está más allá de todo.

Esclavizada por los dolores que la asaltaban y le desencajaban la expresión de su rostro, era capaz de soportarlos y sufrirlos con estoicismo y dignidad. Sabía compartir con su acompañante el malestar del momento. Se aferraba a unos hábitos diarios que contribuían a que su cuerpo funcionase mínimamente y no le provocasen situaciones humillantes. Cuando éstas se daban lloraba de rabia e impotencia. Decía que lo peor de la silla de ruedas era lo que no se veía. Protestaba y se quejaba de su estado reiteradamente; más como una costumbre, un mantra, que como algo doloroso e insoportable. Tal era la contradicción en la que vivía: su deseo de vivir a la vez que el de acabar con la servidumbre de su situación física.

Reflexión teórica sobre el suicidio

A modo de guía para el terapeuta se pueden distinguir tres tipos de suicidios o, mejor, intentos de suicidio (los suicidios consumados no acuden a tratamiento). Uno, los que se matan porque quieren controlar, conseguir lo que desean de quienes los rodean; dos, los que se matan como resultado de una interpretación irracional, delirante, de su realidad; y tres, los que se matan tras una reflexión calmada y lo deciden de forma voluntaria, responsable y libre.

En el primer caso el suicida no quiere morir, aunque se le puede ir la mano, o no tener bien previstos los efectos de sus actos o, simplemente, mala suerte y finalmente el resultado puede ser fatal. Este tipo de casos son abordables con psicoterapia y no con medicación, que no deja de ser una forma de poner un arma en las manos del suicida. Da igual desde qué perspectiva psicoterapéutica se aborde, es necesario que cuente con algunos ingredientes.

En primer lugar, entender el intento de suicidio como una maniobra comunicativa, un mensaje del suicida a alguien de su entorno. A partir de aquí se abren diversas posibilidades terapéuticas: trabajar con el potencial suicida para que encuentre otras formas más eficaces y menos arriesgadas de comunicar lo que quiere decir y, en consecuencia, conseguir lo que se propone; trabajar con el destinatario de las amenazas, para que las gestione de tal forma que puedan quedar al margen de su relación, dejen de tener sentido y, por tanto, se anulen y bloqueen; o trabajar en conjunto con el suicida potencial y su entorno para generar un clima relacional en la que el suicido no tenga cabida.

El control no sirve como estrategia terapéutica porque, a menudo, quien tiene que encargarse de controlar es la misma persona cuyo control lleva al suicida a un callejón cuya única salida es el suicidio. El control aumenta el riesgo de suicidio. Solo lo evita mientras está presente quien controla. ¿Es posible mantener un control absoluto? ¿Durante cuánto tiempo?

En el segundo caso la persona se suicida porque piensa que si no lo hace van a ocurrir u ocurrirle cosas absolutamente inaceptables para ella. Ideas de ruina -viviré el resto de mis días en la indigencia-, de persecución -si me encuentran mis perseguidores me torturarán hasta la muerte- o, sencillamente, un desengaño amoroso mal aceptado “sin ella mi vida no tiene sentido”. En la medida en que estas ideas sean de naturaleza delirante y en la medida en la que se disponga de un fármaco que ayude a volver a una interpretación no delirante de la “realidad”, el tratamiento farmacológico puede ser una opción.

Desde una perspectiva psicoterapéutica se trabaja para que el suicida reinterprete su realidad -cambio cognitivo-. Hay diferentes alternativas para activar un cambio cognitivo: cuestionar, redefinir, confrontar con hechos, poner en práctica alternativas y reevaluar… Con cada persona pueden funcionar mejor unas que otras y el terapeuta va viendo cuál es la que prefiere cada cliente y cuál encaja mejor en cada momento terapéutico. La única vía muerta es el esfuerzo por convencer con argumentos racionales: suele decirse que las ideas delirantes son refractarias a la razón (American Psychiaric Association, 2014, pp. 87). Desde la Teoría de la Comunicación Humana (Watzlawick et al., 1967) el resultado de una “escalada simétrica” suele ser que cada uno encuentre nuevos argumentos para mantenerse en su postura y, en consecuencia, aferrarse a ella con mayor convicción.

El control tampoco es una opción. Tal vez sí temporalmente, mientras el tratamiento farmacológico o el psicoterapéutico tienen su efecto. En caso contrario es preferible cambiar de estrategia al cabo de unos días, ya que es casi imposible mantener estrategias de control veinticuatro horas durante varios días consecutivos.

El compromiso del suicida de no suicidarse y acudir a la siguiente cita es la mejor garantía de que no se va a quitar la vida. No ofrece una seguridad al cien por cien pero… es la mejor. ¿Hay alguna circunstancia que pueda predecir que alguien seguirá vivo con un cien por cien de seguridad?  En el ámbito del comportamiento humano no existen las certezas. Puede que en ningún otro ámbito del conocimiento. Por supuesto, la garantía de este compromiso es mayor, cuanto mayor sea la libertad con la que se asume.

El tercer caso es infrecuente verlo en una consulta de salud mental, porque rara vez sobreviven al intento de suicidio. El ejemplo histórico que se suele citar para ilustrar este tercer tipo de casos es el de Séneca, que se suicidó tras haber sido condenado a muerte, supuestamente para evitar la crueldad del castigo. No todo el mundo acepta la posibilidad de este tercer tipo de casos. Si alguien encuentra argumentos racionales y sensatos para decir que morir es mejor que seguir viviendo, alguien también puede pensar que tales argumentos no son tan sensatos y racionales como se propone. En cualquier caso este tercer tipo de suicidio no es un asunto de salud mental: la persona se suicida en un acto voluntario y libre, en el uso de sus facultades plenas y, por tanto, en estado de cordura. Los tratamientos para la “locura” no tienen nada que hacer aquí.

[1] Agradecemos a Marta Mª Ramos Asensio su trabajo con Helena y su colaboración en la redacción de este texto.

BIBLIOGRAFÍA

  • American Psychiatric Association (2014). Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales. DSM-5. Buenos Aires: Panamericana.
  • Watzlawick, P., Beavin J. H. & Jackson D. D. (1967). Pragmatics of Human Communication. New York: W.W. Norton & Company. (Teoría de la Comunicación Humana. Barcelona: Herder. 1981 (2ª ed.)).

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